El Derecho de la Cultura como especialidad de la gestión cultural.

Aproximación a sus fundamentos conceptuales.

Cultural law as a speciality of cultural management. Approach to its conceptual foundations

Jerahy García García

jerahy.garcia@hotmail.com

 

 

Recibido: 12/04/2021

Aceptado: 25/05/2021

García García,Jerahy, 2021. El Derecho de la Cultura como especialidad de la gestión cultural.Aproximación a sus fundamentos conceptuales. Culturas. Revista de Gestión Cultural, 8(1), 17-32. doi https://doi.org/10.4995/cs.2021.15410

 

Resumen

 

Atendiendo a la importancia del Derecho en cuanto dimensión fundamental e insoslayable de la realidad cultural, el presente artículo trazará la tematización jurídica de la categoría de cultura. Así, se pretende reflexionar sobre los fundamentos conceptuales del Derecho de la Cultura como especialidad autónoma de interés para los y las profesionales de la gestión cultural, los cuales, si bien no precisan de un conocimiento jurídico-técnico profundo, sí requieren de una serie de nociones básicas que les permitan conocer el marco general que encuadra las regulaciones de los procesos y de los sectores culturales.

 

Palabras clave: derecho de la cultura; derechos culturales; gestión cultural.

 

Abstract

 

Considering the importance of law as a fundamental and inescapable dimension of cultural reality, this article will trace the legal thematization of the category of culture. Thus, it is intended to reflect on the conceptual foundations of Cultural Law as an autonomous specialty of interest to cultural management professionals, who, while not requiring deep legal-technical knowledge, do require a number of basic notions that allow them to know the general framework that frames the regulations of processes and cultural sectors.

 

Keywords: cultural law; cultural rights; cultural management.

 

 

1.   Introducción

Ubi homo, ibi societas; ubi societas, ibi ius; ergo: ubi homo, ibi ius. Los juristas solemos pronunciar este adagio procedente del Derecho Romano cuando queremos destacar la omnipresencia del derecho en toda sociedad, pasada o presente (Atienza 2017:9). Sin ánimo de oponernos a tal afirmación, puesto que es innegable que, siguiendo las palabras de Nino (2003:1), «el derecho, como el aire, está en todas partes», nos aventuraríamos a transformar el aforismo tal y como sigue: Ubi cultura, ibi societas; ubi societas, ibi ius; ergo: ubi cultura, ibi ius.

En efecto, sin cultura -en este caso, por supuesto, no en su sentido original agrícola, sino en uno de los tantos que han llegado a la actualidad- no existe derecho, en cuanto el fenómeno jurídico puede entenderse como uno más de los múltiples rasgos genuinamente humanos, esto es, culturales. En este sentido, incluso, no es extraño encontrarnos con locuciones como cultura jurídica, que puede definirse como aquella concepción del mundo y de la vida, en cuanto aplicable o aplicada a los conceptos y doctrinas jurídicos (RAE 2021), además de como la suma de diferentes conjuntos de saberes y enfoques jurídicos: teorías, filosofías y doctrinas jurídicas elaboradas por juristas y filósofos del derecho; ideologías, modelos de justicia y modos de pensar sobre el derecho, y el sentido común relativo al derecho y a cada institución jurídica difundido y operativo en una determinada sociedad (Ferrajoli 2010:1).

Sin lugar a duda, la reflexión sobre la dimensión cultural del derecho ha resultado de gran interés para la dogmática jurídica, y muestra de ello es, por ejemplo, desde la óptica del Derecho Constitucional, la teoría iusculturalista de Peter Häberle. Para el autor, la Constitución no es solamente un texto jurídico ni tampoco una acumulación de normas superiores, sino expresión de un estado de desarrollo cultural, un medio de autorrepresentación de un pueblo, un espejo de su herencia cultural y un fundamento de sus nuevas esperanzas. En definitiva, la Constitución de un pueblo es la imagen de una sociedad concebida como idónea en un tiempo y lugar determinados y está abocada a un tipo de progreso: lo que esa sociedad aspira a ser. Es, por ende, una obra de todos los intérpretes constitucionales de la sociedad abierta, una expresión y mediación cultural, un cuadro para la reproducción y recepción y un almacén de información, experiencias, aventuras y hasta de «sapiencias culturales transmitidas» (Häberle 2002:194), cuyo objeto es el de proteger las libertades de religión, ciencia y arte en cuanto que constituyen culturalmente a cada miembro de la humanidad. Garantizar estos derechos es el principal objetivo del Estado constitucional, lo cual significa entender la Constitución como cultura y a la disciplina que la estudia como ciencia de la cultura (González-Rivas Martínez 2012:170).

Esta visión implica asumir que, no solo la Carta Magna, sino todo el conjunto del ordenamiento jurídico que de esta se deriva es una realidad pluridimensional susceptible de abordarse desde distintas perspectivas: formal, lingüística, historiográfica, antropológica, estética, etc. Desde un matiz cultural, podemos afirmar que el Derecho no es sino un fenómeno eminentemente sociohistórico, dado que es relativamente posible identificar el origen histórico e ideológico de los hitos culturales que hacen del Derecho lo que hoy es y lo que será (García Cívico 2018:9).

No obstante, pese al indiscutible atractivo de la materia, el objeto del presente artículo no es el de analizar los aspectos o rasgos culturales del Derecho, sino lo contrario: tratar de esbozar la tematización jurídica de la categoría de cultura. Per se, acercarnos a la concepción jurídica de un fenómeno que engloba al mismo Derecho presenta no pocos obstáculos, pero, con el fin de superarlos, trataremos, primero, de reflexionar sobre los conceptos implicados para, después, y en consonancia con las aportaciones de la política y la gestión cultural, atender al fenómeno cultural como objeto de nuestro Derecho. De tal modo, este trabajo sintetizará e indagará en los principios conceptuales del Derecho de la Cultura como materia fundamental para los y las profesionales de la gestión cultural.

2.   Marco conceptual

El propósito del presente apartado es el de establecer el significado que adoptarán, en lo que interesa, los términos de derecho, cultura y la locución Derecho de la Cultura. Dilucidar sus conceptos no es tarea sencilla, dado que la conjunción de estas dos voces, derecho y cultura, evoca tal cantidad de ideas que el desafío al que nos enfrentamos no es tanto hallar definiciones precisas, sino concretar los límites de que disponemos en el desarrollo de una exposición acorde a este trabajo.

Para Tatarkiewicz existen dos tipos de definición. La primera resulta imprescindible al incorporar un nuevo término al lenguaje y estipula o se propone cómo debe entenderse el término; la segunda, cuya labor es averiguar cómo se entiende tal término a partir de la manera en que ha sido definido a lo largo del tiempo y en que se emplea actualmente: «El primero incorpora varios significados, el segundo los recupera: el primero crea, el segundo registra» (1997:37). Mientras que el primer tipo de definición no tiene restricciones, el segundo plantea el problema del método, lo cual, en el tema que nos atañe, es de suma importancia. Conceptos como derecho o cultura pueden llegar a ser tan complejos, fluidos y abstractos, con grados tan distintos de consenso en cuanto a su alcance y significado, que es necesario acotar y dirigir nuestro interés hacia aquellas definiciones que a lo largo del tiempo mejor hayan encajado en la materia que estamos tratando.

2.1. Derecho

Empecemos por destacar la palabra derecho. Fundamentalmente, por su carácter ambiguo susceptible de recibir diversos significados, puede adoptar un triple sentido. Según el diccionario panhispánico del español jurídico (RAE 2021), derecho puede ser entendido como (a) un conjunto de principios, normas, costumbres y concepciones jurisprudenciales y de la comunidad jurídica, de los que derivan las reglas de ordenación de la sociedad y de los poderes públicos, así como los derechos de los individuos y sus relaciones con aquellos; (b) una prerrogativa o facultad de una persona reconocida por el ordenamiento jurídico, o derivada de relaciones jurídicas con otros sujetos, o (c) una rama o especialidad de la disciplina jurídica dedicada al estudio de una parte o sector del ordenamiento jurídico.

En relación con esto, Atienza (2017:22 y ss.) los identifica, respectivamente, como Derecho objetivo -conjunto de normas-, derecho subjetivo -facultad de hacer algo respaldada por el poder del Estado- y ciencia del Derecho -estudio y reflexión sobre el Derecho-. Como ya se habrá apreciado, en nuestro ámbito lingüístico solemos utilizar el término en mayúscula cuando nos referimos al primer y tercer sentidos, empleando las minúsculas para el segundo. En otros idiomas, sin embargo, existen voces distintas para indicar estas diversas acepciones. Por ejemplo, en inglés, hallamos, para referirse al Derecho en su sentido objetivo, la palabra law; en sentido subjetivo, right, y para referirse a la ciencia del Derecho, jurisprudence o legal theory. Pues bien, ¿cuál es la acepción que utilizaremos cuando enlacemos esta palabra con la esfera cultural? Procedemos, antes de resolver esta cuestión, a esclarecer el no menos complejo término de cultura.

2.2. Cultura

Por lo que respecta a esta palabra, cabe señalar que, por la gran variedad de acepciones que engloba, se trata de las más complicadas que existen (Williams 2003:87). La esfera cultural es tan amplia que, por un lado, es difícil delimitarla, pero, por otro, resulta imprescindible su concreción. Muestra de ello es, por ejemplo, la cantidad de resultados en lengua castellana que aparecen en el buscador Google al teclear dicho término (nada más y nada menos que 2.740.000.000 resultados) con respecto a otros relacionados como bellas artes (519.000.000), sociedad (502.000.000), ciencia (425.000.000) tradición (112.000.000), humanidad (80.300.000) o civilización (2.630.000) (Google Trends, 2021).

También que, igualmente en el ámbito hispánico, cultura fuese la voz más buscada en el diccionario de la Real Academia Española durante todo el año 2014 (De las Heras, 2014). O que autores como Moles o Kroeber y Kluckhohn se refirieran a la existencia de más de 250 y 150 concepciones diferentes de cultura, respectivamente (Prieto de Pedro 2013:25).

2.2.1. El origen y las múltiples definiciones de cultura

Etimológicamente, el vocablo procede de la voz latina colere, referido al cultivo de la tierra (Corominas 1987:185), pero también utilizado desde la Antigüedad de manera metafórica. Cicerón llegaría a hablar de que cultura animi philosophia est, concretamente en las Disputationes tusculanae del año 44 a.C., en tanto la filosofía cultivaba el espíritu, esto es, sembrándolo y haciéndole dar frutos (Gallego 2006:5). Y es que, en efecto, aunque la reflexión sobre la cultura no comenzaría hasta el periodo de la Ilustración, no faltaría en todo el curso de la historia de Occidente la conciencia de la existencia de dos mundos distintos y peculiares: el mundo de la Naturaleza y el mundo de la cultura, el estado natural y el civilizado. La Naturaleza consistiría en la creación o resultado de la evolución, mientras que cultura sería la creación del hombre, sit venia verbo: una segunda creación (Häberle 2002:189).

La cultura se diferenciaba de la Naturaleza por no ser, como esta, mera presencia, sino objeto o proceso al cual está incorporado un valor. De ahí que un objeto natural pudiese ser también un objeto de cultura y viceversa: «la estatua, que es, desde el punto de vista de la Naturaleza, un trozo de mármol cuyos caracteres estudia la física y la mineralogía, es, desde el punto de vista de la cultura, una forma valiosa, un objeto al cual está incorporado el valor de la belleza o el valor de la utilidad» (Ferrater Mora 2012:390). Por otra parte, los objetos culturales también englobarían entidades no naturales, como los mitos, leyendas, creencias, organizaciones políticas o costumbres que, a pesar de no ser materiales, sí gozan igualmente de valores o desvalores socialmente consensuados.

En este sentido, desde el nacimiento de la Antropología han sido varios los autores que han tratado de proponer distintas definiciones del término, agrupadas estas bajo escuelas de pensamiento tan dispares como la evolucionista (Tylor, Morgan y Spencer) o la escuela del particularismo histórico (Boas) -que recuerda al nacionalismo orgánico alemán surgido tiempo atrás por Herder y Fichte en cuanto defendía una concepción cultural de la nación basada en sus aspectos étnico lingüísticos diferenciales, que originaría el concepto de Volksgeist (Vaquer Caballería 1998:30)-, entre otras como el estructuralismo y funcionalismo (Malinowski, Radcliffe-Brown y, aun con singularidades en sus aportaciones, Levi-Strauss) y la corriente de cultura y personalidad (Benedict, Mead y Kardiner) (Prieto de Pedro 2013:32 y ss).

Efectivamente, son diversos los prismas desde los cuales acercarnos al concepto caleidoscópico de cultura. Desde un punto de vista refinado y elitista, que entiende la cultura como el logro de la perfección del individuo (Arnold); simbólico, fundamentado en la capacidad del hombre de expresarse de forma imaginativa (Bell, Cassirev); personalista y subjetivo, por el cual la cultura reúne la parte de asimilación de las técnicas existentes en una civilización determinada que cada uno de los hombres que agrupa puede asumir (Hourdin); espiritual y creativo, esto es, cultura como aquello que el hombre añade a su propia naturaleza, lo que es en él libre y consciente y, por ende, reflejo de su espíritu (Ortega y Gasset); trascedente, por el que la cultura resulta una entidad autónoma independiente a la voluntad del hombre (Frobenius) y antropológico, destacando la definición del ya citado Tylor: «aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres, y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre» (Serrán Pagán 1980:8 y ss.).

Como puede observarse, las profusas y distintas definiciones de cultura engloban un gran espectro en el que aparecen desde las descripciones de cuño filosófico o antropológico y las consideraciones de cultura próximas al mismo concepto de civilización, hasta un sentido bajo el cual cultura remite a un conjunto específico de desarrollo científico, intelectual o artístico, materializado o no en obras de tal entidad (García Cívico 2018:16). En efecto, la Real Academia Española se mueve entre ambas nociones al definir el término: (a) conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc., y (b) conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico (RAE 2021).

En este sentido, la literatura científica actual especializada en política cultural[1] también ha indagado en esta doble vía conceptual. Para Coelho, la palabra apunta hacia tres sentidos atendiendo, en nuestra opinión, al proceso humano de enculturación: (a) un estado mental o espiritual desarrollado, como en la expresión persona culta, objeto de fuertes críticas por implicar la idea de que la medida para evaluar el estado desarrollado es ofrecida por la cultura de élite o superior, lo que conduciría a la marginación de amplios sectores de la sociedad que, sin compartir aquellos valores culturales, no serían menos cultos en sentido antropológico; (b) el proceso que conduce a ese estado, del que son parte las prácticas culturales genéricamente consideradas, y (c) los instrumentos y los medios de ese proceso, como cada una de las artes y otros vehículos que expresan o conforman un estado espiritual o de comportamiento colectivo (2009:78). Cabe señalar también la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales de la UNESCO, celebrada en México en 1982, que acometería la labor de establecer una definición de cultura, ampliamente aceptada y utilizada hoy por diferentes organismos internacionales:

«En su sentido más amplio, la cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias.»

En definitiva, y como señala Prieto de Pedro, si bien cada definición presenta diferencias, profundas en muchas cuestiones, el denominador común a todas ellas es la defensa de la cultura como aquella «memoria hereditaria no genética de la sociedad» (2013:21), esto es, el resultado extrasomático y valorativo de la facultad humana de simbolización transmitida por los agregados sociales entre sí.

2.2.2. La aproximación jurídica de cultura

Adoptar una concepción de cultura tan amplia como la vista anteriormente hace inviable estudiar cómo esta es objeto del Derecho, pues podríamos considerar que el propio Derecho es un elemento más de la cultura. Y precisamente como pretendemos tratar la cultura desde el Derecho y no al contrario, resulta necesario tomar un concepto más restringido.

Lo cierto es que interpretar la cultura desde la óptica jurídica no es tarea sencilla, máxime cuando el Derecho no ha definido este término. Y es que, como el Derecho es una cuestión de lenguaje, las definiciones tienen en él una gran importancia. En el plano legislativo, las definiciones sirven para dar una mayor claridad y precisión a los textos y, en consecuencia, operan también como un mecanismo de distribución de poder: por ejemplo, si el legislador decide definir con mucha exactitud los términos que va a emplear en una determinada ley, lo que está tratando con ello es de que el poder de los aplicadores y de los intérpretes sea el menor posible (Atienza 2017:16 y ss.). Por el contrario, y como en el caso que nos atañe, la indeterminación de un término produce una mayor flexibilidad para aquellos operadores jurídicos que se enfrenten a él, pero al mismo tiempo acarrea una mayor inseguridad.

En general, las definiciones legislativas no son de carácter lexicográfico -esto es, el sentido del término adoptado por los hablantes comunes de una lengua-, sino de carácter estipulativo -definiciones que establecen que cierto término ha de usarse o entenderse en cierto sentido, normalmente con un significado diferente o más concreto al usual- o redefiniciones. Sin embargo, no existe como tal una definición jurídica de cultura en nuestro ordenamiento, tratándose por ende de un concepto jurídico indeterminado.

A este respecto, Prieto de Pedro distingue dos nociones básicas de cultura relevantes para el derecho: (a) noción general de cultura, entendida como «el conjunto acumulativo de bienes y de valores del espíritu creados por el hombre a través de su genuina facultad de simbolización», y (b) noción colectiva o étnica de cultura, que expresa «un modo de ser determinado de una comunidad, de un pueblo o de una nación» (2013:36). Ambas nociones son compatibles con el Derecho, en tanto que conforman las dos caras de una misma moneda. En esta misma línea, Barranco Vela afirma la existencia de dos acepciones, una de carácter espiritualista -vinculado con el conocimiento de un determinado grupo humano y su grado de desarrollo- y otra de carácter tradicional -relacionada con el aspecto costumbrista de la sociedad y con el folklore propio de una determinada región- (2014:205). Vaquer Caballería, por su parte, completa la noción jurídica de cultura definiéndola como aquel «cúmulo de manifestaciones de la creatividad humana a las que la sociedad -institucionalizada o personalizada en el Estado- atribuye un valor intelectual o estético» (1998:94). Esta acepción puede desglosarse en los siguientes elementos estructurales: (a) el  carácter  acumulativo  de  la  cultura,  a  la  que,  en  consecuencia, serían inherentes las ideas de patrimonio y progreso culturales; (b) un elemento material: la cultura es una creación humana, expresada a través de una serie de manifestaciones, que son mero soporte de aquella creación, y (c) un elemento estimativo: la cultura es un valor, definido por las notas de lo intelectual y estético; un valor cuya protección jurídica se realiza a través de las realidades materiales en que se manifiesta o realiza y, por tanto, en este sentido, constituye un valor jurídico (Alegre Ávila 2006:78).

En cualquier caso, y retomando las palabras de Tatarkiewicz, la definición de un término se trata sólo de un aspecto preliminar para el conocimiento de las cosas: «la definición ha aislado su clase, ahora necesitamos establecer las propiedades de la clase». Las teorías son las proposiciones que establecen estas propiedades. El conocimiento apropiado de una clase comprende una definición y algunas teorías: «la definición es quid nominis mientras que las teorías son quid rei» (1997:37).

En nuestra opinión, la definición jurídica de cultura sería la aportada por Prieto de Pedro, la intersección y núcleo común entre las múltiples y distintas definiciones de cultura, aquella «memoria hereditaria no genética de la sociedad». Las teorías, por su parte, no serían más que las dos nociones de cultura relevantes para el Derecho propuestas por el mismo autor, la noción general y la noción colectiva o étnica.

En definitiva, la dificultad de definir jurídicamente la voz cultura radica en que esta presenta una delimitación difusa en su contenido. Pero no solo en esta, sino también en su volubilidad: la cultura nace cada día, se modifica cada día y se destruye cada día. La cultura la conocemos a través de sus manifestaciones, de sus exteriorizaciones, de sus revelaciones. La cultura no es definible en conjunto, solo los elementos que contienen manifestaciones de la misma son aprehensibles y ahí es donde surge la posibilidad de regulación por parte de los ordenamientos jurídicos (Anguita Villanueva 2004:84).

2.3. El binomio Derecho y Cultura

Después de la reflexión conceptual de los elementos de la locución por separado, procedemos ahora a hallar el significado propio de la unidad léxica Derecho de la Cultura.

En primer término, nos debemos preguntar qué sentido ocupa la palabra derecho en la locución. Cuando nos referimos a Derecho de la Cultura, ¿lo es en cuanto Derecho objetivo, derecho subjetivo o Ciencia del Derecho?

Como atendimos supra, el uso de las mayúsculas para el término derecho implica tratarlo desde la óptica del conjunto de normas o del estudio y reflexión sobre el Derecho, en este caso, ambos pertenecientes o relativos a las nociones de cultura general o cultura étnica que ya hemos analizado. En este sentido, si trasladáramos la locución al inglés, nos enfrentaríamos a las expresiones Cultural law o Cultural jurisprudence, que efectivamente han sido adoptadas por la doctrina anglófona[2]. En cuanto al derecho subjetivo de la cultura, es destacable en la literatura especializada, tanto española como extranjera, la utilización independiente de las locuciones derecho a la cultura o derechos culturales[3], refiriéndose estas a los derechos humanos reconocidos en distintos cuerpos normativos, destacando, como no podría ser de otra manera, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, en concreto su artículo 27:

«1. Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten.

2. Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.»[4]

Para la doctrina científica, estos «poderes jurídicos» sobrepasan la esfera de los derechos subjetivos ordinarios en cuanto que los primeros son protegidos por un sistema de garantías jurisdiccionales y de otros mecanismos jurídicos que no disfrutan los segundos. Los derechos humanos culturales son aquellos derechos «que garantizan el desarrollo libre, igualitario y fraterno de los seres humanos en esa capacidad singular que tenemos de poder simbolizar y crear sentidos de vida que podemos comunicar a otros» (Prieto de Pedro 2004:7).

Como vemos, la eliminación de la preposición de en favor de la preposición a o de la adjetivación del complemento cultura no denota sino un cambio de relación de dependencia entre estas palabras. Si el Derecho de la cultura es aquella parte del ordenamiento jurídico positivo que incumbe o pertenece a la esfera cultural, la utilización de la preposición a -derecho a la cultura- o la pluralización y adjetivación del término cultura -derechos culturales- conlleva un sentido de dirección, el reconocimiento de unas entidades delimitadas ontológicamente y dignas de protección; esto es, el derecho que se encamina a enarbolar la cultura de las comunidades en un sentido global.

Tan solo basta acercarnos a la dogmática jurídica anglófona para mostrar esta diferencia conceptual, hallando, en contraste con el derecho objetivo -cultural law- el lema cultural right o cultural rights[5].

 

Sentido jurídico adoptado

Término en castellano

Término en inglés

Derecho objetivo

Derecho de la cultura

Cultural law

Derecho subjetivo

Derecho a la cultura /

Derechos culturales

Cultural right(s)

Elaboración propia

 

Esta reflexión es compartida también por autores como Vives Azancot: «Podemos establecer dos grandes ámbitos en los que la cultura y el derecho se relacionan. El uno es el derecho a la cultura que toma a esta como proyección del conocimiento en el individuo y en sus formas de organización. El segundo es el derecho de la cultura volcado en el sector como ámbito de relaciones jurídicas, mercantiles y sociales básicamente. Diferenciar y reflexionar sobre estos dos ámbitos da idea primero de la dificultad genérica que afronta el legislador respecto a la cultura, y así mismo de la juridicidad de la cultura en la gestión cotidiana» (2007:112).

A este respecto, no podemos pasar por alto las definiciones de la doctrina francesa, tanto por su larga tradición en el ámbito de la legislación en materia cultural como por el notable desarrollo alcanzado por la acción administrativa cultural en el país. Se trata de una corriente interesada en el droit de la culture como un sector ordinamental autónomo (Vaquer Caballería 1998:109), destacando, por ejemplo, la definición de Riou por la que el Derecho de la cultura se compondría «de todas las disposiciones normativas relacionadas con las actividades culturales públicas y privadas y sus relaciones, de la jurisprudencia a la que han dado lugar y de la doctrina escrita acerca de ellos» (1996:37) a partir de cuatro grandes bloques distinguidos en (a) derecho del patrimonio cultural -conservación y protección de archivos, libro, museos y lengua-, (b) derecho de la creación y la formación cultural -enseñanzas artísticas u orientadas a profesionales de la creación-, (c) el mecenazgo cultural y (d) la propiedad literaria y artística.

Por su parte, Pontier, Ricci y Bourdon, en un sentido iuspublicista, relacionan el derecho a la cultura con el Derecho de la cultura afirmando que el reconocimiento del primero como fundamento de la política cultural del Estado deviene en el segundo, reflejado particularmente en la existencia de un servicio público cultural (1996:90).

2.3.1. La relación doctrinal entre el Derecho y la Política cultural

En efecto, por lo que respecta a la función cultural del Estado, puede plantearse un binomio articulado por la Política y el Derecho, por cuanto, partiendo de la definición de política cultural propuesta por Coelho, esta «constituye una ciencia de la organización de las estructuras culturales generalmente entendida como un programa de intervenciones realizadas por el Estado […] con el objetivo de satisfacer las necesidades culturales de la población y promover el desarrollo de sus representaciones simbólicas. […] Estas intervenciones asumen la forma de normas jurídicas, en el caso del Estado, que rigen las relaciones entre los diversos sujetos y objetos culturales» (2009:241).

De esta suerte, puede establecerse una relación sujeto-objeto entre Estado y cultura, cuyo nexo unidireccional resulta de una actividad política que utiliza el Derecho como medio.   En este sentido, las normas jurídicas en ámbito cultural no deberían entenderse sino como formas reguladoras de la vida cultural y, de alguna manera, materializadoras de las decisiones político-culturales adoptadas.

Efectivamente, en el marco de las Ciencias Sociales -aunque, como hemos visto, tradicionalmente han sido ramas como la Antropología o la Filosofía las que han prestación atención a la cultura como pilar fundamental-, disciplinas como la Ciencia Política o el Derecho se han incorporado al interés por tales asuntos (Prieto de Pedro 2009:262). La primera, esencialmente a través del análisis de políticas públicas en materia cultural. Y la segunda, mediante la reflexión científico-doctrinal del conjunto de regulaciones, tanto de Derecho público como de Derecho privado, que infieren en los procesos y sectores culturales.

En cuanto a la primera, cabe destacar que su definición puede asimismo estar supeditada a las nociones étnica y general de cultura. En un primer sentido totalizante, antropológico y sociológico, la política cultural sería aquella política globalizadora de vida que presenta y viabiliza programas dirigidos, por ejemplo, hacia el desarrollo nacional, el mejoramiento de la vida, la asistencia a grupos étnicos minoritarios o la organización política (Coelho 2009:79). En un segundo sentido, tendencia predominante en prácticamente la totalidad de países, es considerar que la política cultural aborda la cultura en el sentido de un sistema de significaciones relacionado con la representación simbólica de las condiciones de existencia de una comunidad, esto es, que el objeto de la política cultural es la cultura que produce efectos de discurso -representaciones de la vida y del mundo- y no tanto la cultura que produce directamente efectos de mundo -prácticas de inserción del hombre en el mundo: la construcción de casas, organización política, etc.-. Este sentido estético es el que asume Fernández Prado, que define política cultural como aquel «conjunto estructurado de intervenciones conscientes de uno o varios organismos públicos en la vida cultural», entendiendo vida cultural como los aspectos sociales compartidos, diferentes de los individuales y privados, referidos a manifestaciones sociales elevadas y ligadas al ocio, al placer y al perfeccionamiento (1991:11).

De un modo similar aunque integrador se pronuncian Miller y Yúdice cuando afirman que la cultura está relacionada con la política en dos registros: el estético y el antropológico. En el registro estético, la producción artística surge de individuos creativos y se la juzga según criterios estéticos encuadrados por los intereses y prácticas de la crítica y la historia cultural. En el registro antropológico, toma la cultura como un indicador de la manera en que vivimos, el sentido del lugar y el de persona que nos vuelven humanos, asentados en la lengua, la religión, las costumbres, el tiempo y el espacio. Lo estético articula las diferencias dentro de las poblaciones -la cultura se considera un indicador de las diferencias y similitudes del gusto y estatutos dentro de los grupos sociales-; lo antropológico articula las diferencias entre las poblaciones. Según los autores, la política cultural no sería sino los soportes institucionales que canalizan tanto la creatividad estética como los estilos colectivos de vida: «el puente entre los dos registros» (2004:11).

Respecto al segundo de los conceptos implicados, hemos avanzado las implicaciones del Derecho -objetivo y subjetivo- con la cultura. Pues bien, la proliferación de aportaciones teóricas en este campo concreto, así como su creciente incorporación en los programas universitarios, ha producido que esta especialidad se consolide como una rama jurídica nueva bajo el nombre propio de Derecho de la Cultura. Tradicionalmente, los asuntos culturales habían sido abordados de manera fragmentaria por las diferentes disciplinas jurídicas, y ello impedía una comprensión global de los mismos. Así, esta rama del conocimiento pretende proporcionar una visión integral que, en suma, contribuye a la comprensión holística de una realidad tan sensible como la cultura en cuanto asunto del Derecho. En este sentido, Prieto de Pedro supera la asunción del Derecho de la Cultura como mera existencia de normas que tienen como objeto temas o asuntos culturales. Para el autor, se trata de aquella «construcción doctrinal que propugna un enfoque global e integrado de todos los procesos legislativos que tienen que ver con la cultura, cada vez más amplios y más intensos» (2009:265), cuyo fin es el de «ofrecer un marco jurídico para la fijación de valores y de garantías para el desarrollo cultural, así como un instrumental específico para la construcción de los modelos culturales que quieran darse las sociedades democráticas» (2002:1). De tal suerte, este ramo del Derecho se suma a otras especialidades recientes como el Derecho del Medio Ambiente, el Derecho Urbanístico, el Derecho Bancario o el Derecho del Turismo.

El Derecho de la Cultura, pues, resulta el marco institucional por el cual se desarrollan las políticas culturales. Tradicionalmente, este marco solo abarcaba dos campos materiales fundamentales, el del derecho de autor y el del derecho del patrimonio histórico-artístico. No obstante, la especialidad ha ido admitiendo para sí diversas materias procedentes de los múltiples ramos jurídicos, tanto de Derecho público como de Derecho privado, atendiendo a las actividades que regulan, y que irremediablemente interaccionan con la actividad profesional de las y los profesionales de la gestión cultural. Un ejemplo de sistematización del Derecho de la cultura es el propuesto por Martinell Sempere, que parte de cuatro campos básicos: (a) legislación aplicada a la gestión cultural, (b) legislaciones y normativas generales, (c) legislación de la Administración Pública y (d) derechos fundamentales. Cada uno de estos campos está formado por distintos subgrupos que el autor muestra a trate;s del siguiente cuadro sinóptico (2008:30):


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[1] En el ámbito español, el uso de tal locución no surgiría hasta la segunda mitad del siglo XX. En efecto, no será hasta los años ochenta cuando empiecen a despuntar investigaciones académicas en este campo. Una de sus primeras definiciones sería: «conjunto de medios movilizados y de acciones orientadas a la consecución de fines, determinados éstos y ejercidas aquéllas por las instancias de la comunidad -personas, grupos e instituciones- que por su posición dominante tienen una capacidad de intervención en la vida cultural de la misma» (Vidal-Beneyto 1981:125).

[2] Véase, por ejemplo, Nafziger, Paterson y Renteln 2010.

[3] V. gr. Flores Déleon 2018 o Riou 1996.

[4] Como puede observarse, cada uno de los apartados del artículo se refiere, respectivamente, a las nociones de cultura étnica -vida cultural de la comunidad- y de cultura general -producciones científicas, literarias o artísticas-.

[5] Por ejemplo, Ghai y Cottrell 2004 o Weintraub 2009.