La diplomacia pública a través de redes culturales.
Public Diplomacy through cultural networks

Carlos Alonso Naya
Abogado, nº de colegiado 7179 Reicaz, España

carlosalonsonaya@icloud.com

Recibido: 4/02/2023

Aceptado: 7/06/2023

Alonso Naya, C., 2023. La diplomacia pública a través de redes culturales. Culturas. Revista de gestión cultural, 10  (2), 49-58. doi https://doi.org/10.4995/cs.2023.19219

Resumen

Este trabajo parte del concepto de diplomacia pública, y de su diferenciación con las fórmulas de diplomacia tradicional, para investigar cómo se aumenta el caudal de poder blando de un Estado. Cuando la diplomacia pública utiliza medios culturales para la consecución de sus objetivos da lugar a lo que se conoce como diplomacia cultural. El texto presenta modelos consecuentes con los principios de este tipo de diplomacia y otros que no lo son, como las acciones propagandísticas, y se cuestiona si las redes culturales son infraestructuras óptimas con las que desarrollarla.

Palabras clave: Diplomacia pública, poder blando, diplomacia cultural, redes culturales.

Abstract

This paper starts from the concept of public diplomacy, and its differentiation from traditional diplomacy formulas, to investigate how to increase a state's soft power. When public diplomacy uses cultural means to achieve its objectives, it gives rise to what is known as cultural diplomacy. The text presents models that are consistent with the principles of this type of diplomacy and others that are not, such as propagandistic actions, and questions whether cultural networks are optimal infrastructures with which to develop it.

Keywords: Public diplomacy, soft power, cultural diplomacy, cultural networks.

1. Diplomacia pública. Diplomacia tradicional.
La diplomacia pública se define como el conjunto de acciones que despliega un Estado para lograr influenciar en la opinión pública de un territorio extranjero.
Esta definición lleva a preguntarse qué es eso de la influencia que está en el núcleo de la diplomacia pública, porque el uso común del concepto es ambiguo. En diplomacia, tiene que ver con la capacidad de cambiar las percepciones, que puede ser el incremento de la demanda de bienes y servicios exportados o el deseo de aprender un idioma, es decir cualquier dimensión económica, política o social que pueda ser medida como resultado positivo en el balance costes-beneficios (Manfredi Sánchez 2019).
La traducción práctica es bien lógica. Es evidente que el Gobierno de un Estado tanto más podrá orientar políticas favorables a otro, con ahorro de disgustos electorales, si su opinión pública tiene una percepción favorable (por ejemplo, instalar una base militar de otro Estado en suelo nacional, o la firma de acuerdos bilaterales de libre comercio, …). Es igualmente obvio es que los intercambios comerciales serán más fluidos si hay un sustrato en el que la sociedad civil mantiene un contacto frecuente con el imaginario simbólico que se produce en otro territorio.
La diplomacia pública viene a ser una evolución de la diplomacia tradicional, que era la única fórmula utilizada en el tablero internacional hasta hace pocas décadas. En las fórmulas de diplomacia tradicional se escenifican acuerdos entre sujetos de derecho internacional, directamente y sin agentes intermedios, sin contar con la sociedad civil de ninguna de las partes intervinientes. Por lo tanto, esta es una diferencia sustancial con la diplomacia pública, porque el contacto ya no es entre dos sujetos de derecho internacional, sino entre un Estado y la población de otro. Como dice García de Alba (2009), “a diferencia de la diplomacia tradicional, que se orienta concretamente a los gobiernos y organizaciones, o sea, primordialmente a sujetos de derecho internacional convencionales, la diplomacia pública tiene como objetivo la sociedad civil”. De este modo, en la diplomacia pública se propone la interacción no sólo de los gobiernos sino también con los individuos y las organizaciones no gubernamentales, es más, es muy frecuente que el diálogo se produzca entre agentes de la sociedad civil, sin intermediarios procedentes de entes del sector público (García de Alba 2009).
La diplomacia pública no consiste en activar acciones de promoción o publicidad unilateral, de propaganda, como las que se articulan detrás del concepto de marca país, con el que se trata de desplegar acciones de propaganda para la venta de un producto empaquetado y delimitado, en un bombardeo de impactos a través de los medios de comunicación social (engloba cuestiones tan variadas como los logros de un deportista, la belleza de las costas o los acontecimientos de la familia real, si la hubiera, y esconde aspectos menos favorecedores, aunque con certeza más significativos, como el paro juvenil o la violencia machista). La propaganda es efímera: existe únicamente cuando hay mensajes publicitarios, deja de hacerlo cuando cesan. Además, detrás del concepto se atisba una peligrosa postura esencialista: se intenta proyectar la cultura como un fenómeno unitario, sin matices. Desde prisma, a nadie le puede extrañar que la gran estrategia para la promoción de España en el exterior, la Marca España, haya sido sustituida en 2018 por España Global, tras una breve e infructuosa trayectoria .
Al contrario de lo que sucede con las acciones propagandísticas, en la diplomacia pública se trata de lograr comprensión mutua a través de la escucha de la opinión pública del otro país, región o territorio, a través de políticas y acciones reales y coherentes desplegadas para tener efecto a medio y largo plazo. Según Javier Noya (2007), hay una miríada de términos que ayudan a delimitar el concepto: relaciones de cooperación, poder blando, comunicación política internacional, gestión de las percepciones, comunicación estratégica, entre otros.

2. Poder blando.
Dentro de todos esos términos, es especialmente útil abordar el concepto de poder blando, con el que el politólogo norteamericano Joseph Nye (2004) se refiere a la habilidad de obtener logros en el plano internacional a través de la atracción, antes que de la coerción o las recompensas (la seducción, antes que el palo o la zanahoria). El poder blando tiene que ver con la buena imagen que un país proyecta en otro, esto es, lo que desprende en términos de justicia, multilateralismo, respeto a los derechos humanos, compromiso social y políticas. Y es que es de lógica elemental, si de lo que se trata es de influir en la población pública de otro territorio, emplear armas o dinero para logarlo no parece la mejor de las ideas, lo militar genera resentimiento y odio, y lo económico adhesiones temporales y parciales. En cambio, la admiración y el afecto permanecen: una diplomacia inteligente debe basarse antes que nada en el ascendiente moral, político e intelectual de las poblaciones a las que se dirige (Noya 2007).
Una cuestión de gran interés en el conglomerado de intangibles que forman el poder blando es que el Estado no tiene control directo sobre ellos, sino que son producidos de manera natural por la sociedad civil organizada en empresas o en entidades no lucrativas (Saavedra Torres 2012). En esta situación, lo más que pueden hacer los poderes públicos es estimular o facilitar las situaciones con los que las personas vayan a construir elementos de valor simbólico que alimenten el poder blando, pero en la inmensa mayoría de los casos no tiene la capacidad de producirlos. Puede verse la clara diferencia con otras situaciones en el que la planificación central es el factor decisivo, como sucede, por ejemplo, en una campaña militar. Torres Soriano (2015) confirma esta idea cuando señala que el origen del poder blando se halla en la confluencia de un número ilimitado de actores que a través de sus acciones son capaces de originar un producto beneficioso para el conjunto de la sociedad, para la acción exterior, sin que en principio medie ningún elemento de coordinación o producción endógena.
Aunque Nye concibió el poder blando en una éticamente discutible clave hegemónica (él mismo lo definió como “lograr que otros ambicionen lo que uno ambiciona”, Noya 2009), como fórmula para perpetuar el poder estadounidense en el ámbito internacional, y que, por supuesto, no está exento de críticas razonables y bien fundamentadas (Torres Soriano 2015, pp. 105-110), el concepto no sólo es esperanzador, porque tiende a evitar el ejercicio del poder militar (Nye 2008), sino que sirve para calibrar la relevancia de los valores democráticos y, sobre todo, el papel de las sociedades civiles interconectadas en el tablero global. Sirve también para resaltar el que probablemente sea el medio más importante y efectivo para alcanzar influencia en el plano internacional, la cultura.

3. Diplomacia cultural.
Es significativo que cuando Nye menciona las herramientas con las que incrementar el poder blando, la mayoría de ellas (enseñanza del inglés, libros, intercambios,…) tienen que ver con la cultura, lo que confirma que la diplomacia pública tiene un abrumador componente cultural (Arndt 2009). Por supuesto, la cultura es uno de los medios esenciales para alcanzar la influencia que persigue la diplomacia pública y se articula a través de la diplomacia cultural: un subconjunto de la diplomacia pública que contiene todos aquellos medios derivados de la cultura en los que un Estado se apoya para generar una imagen positiva en la ciudadanía de otro. La diplomacia cultural ha de entenderse como una parte de la pública, no como dos tipologías diferentes de diplomacia .
Antes de continuar, es necesario advertir que en ocasiones la diplomacia cultural no está bien conceptualizada, y se desliza hacia posturas esencialistas de la cultura, de forma que se presentan entes espirituales que pueden tener vida fuera de la vida de las personas y que vienen a definir el carácter de un pueblo (Díaz de Rada 2010). Tales posiciones, y terminología aledaña, como puede ser identidad, obviamente deben quedar fuera de una construcción jurídica mínimamente rigurosa alrededor de la diplomacia pública .
En los últimos tiempos se ha producido una evolución del concepto: las estrategias ya no tienen que ver con la propaganda (acción unilateral), sino con la imagen y la colaboración (acciones multilaterales, en consecuencia con las actuales reglas de relación internacional); ya no hay transmisión jerárquica de la información, sino construcción de relaciones a través del trabajo en red. Pero quizá la evolución más importante se ha producido en el desplazamiento de los actores que ejercen la diplomacia cultural, que ha pasado de lo público a la sociedad civil: la diplomacia cultural del siglo XXI es ejercida por las organizaciones, estructuras y agentes surgidos de la sociedad civil que están insertos en programas de cooperación.
La diplomacia cultural contemporánea se compone de intervenciones de agentes múltiples, cada cual tiene un objetivo pero confluyen en las finalidades más relevantes de la diplomacia pública; por estas características, a la diplomacia cultural se la ha tipologizado dentro de la categoría de diplomacia multicapa (multilayered diplomacy) (Martín Zamorano & Rius Ulldemolins 2016), mediante la cual todas las aportaciones se incorporan a una dinámica general con la que se persigue lograr una influencia positiva entre la opinión pública de un territorio extranjero. Rodríguez Barba (2014) desgrana diversos objetivos de la diplomacia cultural, como son: a) destacar los valores y costumbres, estilos de vida, manifestaciones artísticas y culturales del país; b) promover una imagen positiva del país en el extranjero; c) posicionar al país; y, d) generar un clima de cooperación propicio a los negocios e inversiones.
Así, la diplomacia cultural introduce una serie de prácticas e innovaciones para proyectar la imagen de un país hacia el exterior o para estimular la colaboración de creadores y gestores culturales de varios países con la idea, en último término, de enriquecer el prestigio o crear confianza en responsables políticos, líderes sociales, empresariales y audiencias.
Las nuevas fórmulas de diplomacia consisten en crear contextos de relación más que influencia publicitaria. En efecto, han cambiado profundamente los modos de funcionamiento de la diplomacia cultural en términos de política exterior, en especial en el ámbito europeo: se da prioridad a los proyectos que a las instituciones, a los procesos que a los productos, a la cooperación que a los meros intercambios, a los procesos ascendentes (bottom up) que a los descendientes (top down), a la metodología ágil que a la rígida y burocratizada (Weber 2002). Para ilustrarlo, un par de modelos de éxito.
Uno es el implementado por el Reino Unido a través del British Council, que confirma la tendencia que se enfoca en la multilateralidad y a la escucha que toma en consideración de las contrapartes locales. Se basa en en el concepto de mutuality: “se pone el acento en la confianza entre las partes a través del equilibrio en las relaciones culturales, el interés recíproco, la igualdad de los actores, el entendimiento mutuo y en el intercambio” (Marco 2008). No sigue una lógica comercial o mercantil (te doy para que me des, te doy para que hagas, hago para que me des, hago para que hagas), sino que trata de catalizar relaciones entre todos los miembros de las organizaciones que intervienen en un contexto de confianza mutua y de búsqueda de beneficio para todas las partes que confluyen en las relaciones culturales internacionales.
En términos parecidos se manifestó Martinell Sempere (2006) con respecto a las orientaciones del Plan Director de la Cooperación Española 2005-2008. Entre otras cuestiones, procuraba el fomento de la cooperación cultural, acciones compartidas por medio de flujos culturales destinadas a una mayor comprensión del otro y de las relaciones culturales entre sociedades civiles. Según el Plan Director, se entendía la cooperación cultural como una relación equitativa e igualitaria en sus formas expresivas que habría de convertirse en una herramienta de aproximación y respeto que complemente otras formas de relaciones internacionales y persiga el reconocimiento del otro y el desarrollo compartido. Según el Plan, la política exterior se asentaría sobre varios principios entre los que destacan la concurrencia y complementariedad (es decir, cuantos más agentes actúen, mejor) y la pluralidad (de forma que se acepte la variedad de formas, lenguajes artísticos y expresiones culturales que integran la realidad cultural española).
Algo que está claro, es que este tipo de estrategias no pueden ser desarrolladas sino a medio-largo plazo, no es posible evaluar acciones de diplomacia cultural basadas en estos principios de forma inmediata o cortoplacista.

4. Redes culturales.
Dicho lo cual. ¿Cómo articular una diplomacia cultural que cumpla de manera eficiente los objetivos que la definen? ¿Cómo hacer diplomacia pública sin caer en la propaganda? ¿Cómo evitar la instrumentalización de la cultura por parte de un Estado? ¿Cómo separarse de una noción esencialista de la cultura? ¿Cómo dar protagonismo a las expresiones culturales que surgen de los agentes no estatales, que son los que, en definitiva, hacen cultura? ¿Cómo transmitir medios culturales propios y, a la vez, disponer de sistemas de escucha? ¿Y cómo hacer todo esto de forma duradera y sostenible? La respuesta a todas estas preguntas está en las redes culturales.
Según Martinell Sempere (s.f.), las redes culturales son la expresión de las nuevas estructuras de cooperación internacional en la era de la información, que constituyen una nueva fórmula de diplomacia transversal, autónoma y libre, a través de la cual se pueden lograr de manera natural los objetivos esenciales de la diplomacia pública. Las redes culturales construidas por organizaciones surgidas en la sociedad civil tienen especial relevancia en la cohesión social en los procesos de integración política, como puede ser la Unión Europea. Tal es la importancia del establecimiento de relaciones culturales internacionales y del trabajo en red de las organizaciones culturales, que la capacidad para moverse en este medio es hoy una de las principales capacidades más relevantes en el trabajo de un gestor cultural (Martinell Sempere 2002).
En palabras de Raymond Weber (2002): sin duda, el desarrollo más prometedor de la cooperación cultural en Europa, estos últimos años, es el desarrollo extraordinario de la sociedad civil y de las organizaciones no gubernamentales: asociaciones, fundaciones, redes culturales, etc. Aquí se encuentra una mayor creatividad, innovación, dinamismo, voluntad de cooperación transfonteriza, a pesar (o a causa) de la fragilidad financiera de estas organizaciones”.
El proceso, no sólo la sustancia, es esencial en el despliegue del poder blando (Nye 2004, Cap. V). En el terreno de la diplomacia cultural se traduce en que se precisa no sólo un objeto artístico, sino también foros multilaterales en los que haya una pluralidad de agentes conectados entre sí en plano de igualdad. Por eso mismo, las ferias de artes escénicas, que no son otra cosa que escaparates para la venta de productos artísticos, funcionan de una forma muy limitada, porque este diálogo entre pares no existe más que de forma muy superficial. La esencia del poder blando no son las acciones unilaterales, como es la promoción y venta de un producto, sino la multilateralidad. Por concretar un poco más, y siguiendo con el ejemplo, si la idea es la de que los artistas españoles presenten sus obras en escenarios internacionales es mucho más efectiva, y sobre todo más sostenible a largo plazo, la creación de contextos de relación, intercambio de información e ideas entre iguales relacionados por redes, que una acción promocional (se podría decir propagandística) en la que los resultados van a ser esencialmente contingentes y efímeros.
Como dice el documento La diplomacia cultural en Iberoamérica. Los trazos de una agenda de la Secretaría General Iberoamericana (Rodríguez Barba 2012): “Las relaciones culturales entre países, como las redes de creadores e investigadores, las corporaciones y empresas productoras de bienes culturales, las fundaciones, las universidades y organizaciones de la sociedad civil. Todo ello está produciendo una gran conmoción en la diplomacia cultural, enfrentada a nuevos retos, exigencias y posibilidades”.

5. Conclusiones.
Las redes culturales son los instrumentos ideales para el ejercicio de la diplomacia cultural, primeramente, porque ambas tienen ritmos similares, con objetivos a medio y largo plazo y en cuanto a que el protagonismo lo detentan los movimientos de la sociedad civil, un actor esencial en las relaciones internacionales. Gestionan de forma eficiente la complejidad que supone la integración de una gran multiplicidad de actores en numerosas ocasiones por ser entidades esencialmente desburocratizadas, justo la base que requieren los proyectos de cooperación internacional. Crean infraestructuras moldeables y adaptables a las necesidades de sus integrantes, ágiles para el emprendimiento de acciones conjuntas. Permiten relaciones internacionales más rápidas y eficaces, incomparablemente más próximas a las necesidades de las sus componentes que las instituciones públicas.
Las redes culturales son consecuentes con los principios fundamentales del Estado de Cultura: pluralidad y autonomía de la cultura (Vaquer Caballería 1998), son confluencias sostenibles que surgen de abajo a arriba, consecuentes con los movimientos artísticos que surgen de forma natural de las comunidades . Son uno de los factores que contribuyen de forma decisiva a la existencia de sociedades democráticas, porque sus características extrapolables, por ejemplo: escucha mutua, distribución de derechos y obligaciones, libertad de creación y expresión. Según Habermas (Weber 2002), lo que necesita la democracia es, más que nada, una base construida por la sociedad civil, un espacio público para fundar una política cultural común. Dan cohesión social a los espacios políticos, como puede ser el europeo o el iberoamericano y crean ciudadanía porque se van modificando las posturas de sus miembros al hilo de la cooperación común.
En definitiva, las redes culturales deben ocupar el espacio de acción que se produce con la pérdida de exclusividad de los Estados en el establecimiento de relaciones internacionales.

 

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La diplomacia pública ha sido activada no sólo por los Estados sino también por otros agentes legitimados en la acción diplomática: las ciudades (Manfredi Sánchez, 2019) y los entes territoriales subnacionales, en especial aquellos que aspiran a dotarse de estructuras de Estado, por ejemplo, en las últimas décadas lo han hecho con especial intensidad Cataluña o Quebec (Martín Zamorano & Rius Ulldemolins, 2016).

En sentido contrario se expresa Villanueva Rivas (2009).

Por ejemplo, es desafortunada la definición de Fierro Garza (2009): “El objetivo principal de la diplomacia cultural es la promoción en el exterior de los valores que nutren las identidades de México, sean éstos históricos, culturales o artísticos, por medio de la difusión de las obras de intelectuales y creadores”.

No está de más recordar la conocida frase de Mesnard: “la cultura no se da, ni mucho menos se ordena”.